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Cuautla, Morelos, mayo de 1982: José Agustín, termina de escribir Ciudades desiertas, su quinta novela desde La tumba (1964), dentro del movimiento literario denominado la Onda. El argumento es el siguiente: Eligio va a buscar a su esposa Susana, quien se ha escapado sin previo aviso, aceptando una beca en Estados Unidos, en un pequeño lugar llamado Arcadia. Aburrimiento y hartazgo concentran los motivos de Susana, pero, sobre todo, desprendimiento. Eligio vuela al país del norte, para luego trasladarse “hasta el culo de mundo”, como él mismo dice, para buscar la explicación de la misteriosa partida. A su llegada al pueblo, se da cuenta que Susana mantiene una relación con un polaco corpulento y peludo, a quien en ese momento le mienta la madre y da por terminada la aventura con su esposa. Susana, por su parte, parece aceptar relativamente la llegada y el fin de su relación con el europeo. Al fin y al cabo, necesitaba un confidente a quien le podía contar todo lo que le había pasado en los “Estados Hundidos”. En ese peculiar edificio, residen, entre otros, un egipcio, unos chinos, un rumano, el polaco, un islandés y un peruano, todos escritores al igual que Susana. Eligio nos dice qué hace falta: “aunque sea un perro muerto para darle un poco de vida a ese lugar”, refiriéndose a la pulcritud de la urbe. Como en Paris, Texas, Eligio navega en su Chevrolet vega siguiendo la pista de su esposa, quien se ha escapado otra vez, pero ahora acompañada del polaco, rumbo a Chicago. Al ritmo de “Deserted Cities of the Heart” de The Cream, que, además de aparecer en el epígrafe de la obra, sirve de soundtrack, el mexicano arranca su carro entre la tormenta de nieve y se encamina a buscar a Susana. Eligio descubre dónde están y los interrumpe en la cama, en una escena donde se mezcla el amor, la excitación y el odio, para luego sacar a la escritora a punta de pistola y llevarla con él, al menos hasta que ella se vaya de nuevo.

Pero antes de la segunda huida y después de comprar el Chevrolet, la pareja va a las afueras de Arcadia y, ante el asombro de su esposa por el cielo, Eligio, quien es chihuahuense, le dice que ni siquiera lo había notado; por lo tanto, no debía ser nada del otro mundo: “no es el del desierto, carajo, como en Ciudad Juárez, ése sí es cielo, no mamadas”, dice él, como con nostalgia. Recientemente la novela fue adaptada al cine; he decidido no verla. Hay personajes intrínsecamente literarios y enigmáticos, que cuando un cree haberlos conocido del todo, sorprenden… caracteres que dotan de complejidad al entramado narrativo, así como dudas respecto a los elementos que los rodean. Me refiero no solo a la condición enigmática de la mujer, sino a preguntas con profundos ecos sobre la dominación y convivencia. Personajes interesantes no por lo que dicen, sino por lo que hacen, tan bien logrados que no dan ganas de conocer otra versión de ellos. Así es Susana en Ciudades desiertas.

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Por lo menos doce colores distintos –hasta cincuenta me dice un amigo diseñador– son captados en distintas fotografías en un solo atardecer, por la artista visual Oksana Portillo. Provoca cierto orgullo ver esas imágenes, vislumbrar en ellas ese cielo del que habla Eligio: el del desierto, ecosistema que nos mata igual en invierno como en verano. Las ciudades desiertas no son lo mismo aquí que allá, ni tampoco las dunas de Samalayuca se asemejan al Zabriskie Point en el Valle de la Muerte de California. Niego ahora aquella afirmación de Arturo Belano, en Los detectives salvajes, sobre la identidad del cielo: “es igual en todas partes, las ciudades cambian, pero el cielo es el mismo”. Aunque Reyes hablaba del sol de Monterrey, Ciudad Juárez ostenta increíbles puestas de sol y amaneceres. El cielo y los zanates bajando a los cables eléctricos; el azul ahoga si lo miras de frente; por las noches aluza con estrellas sin cuento. Pero… ¿no nos engañamos? ¿Es realmente tan bello como creemos? ¿Será el único consuelo que tenemos en esta tierra de cruces sobre postes? No conozco a nadie, nacido aquí, que diga lo contrario. En la memoria de José Agustín se quedó fijo cuando visitó no solo nuestra tierra, sino también nuestro cielo.

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Crédito de fotografías: Oksana Portillo

Gibrán Lucero