El camino hacia San Lorenzo

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La obra San Lorenzo, los que cuentan su historia: memoria histórica y tradición oral (1997), de Dolores Araceli Arceo Guerrero, abarca datos de archivo, fuentes primarias y material etnográfico sobre la zona de San Lorenzo. La coordinadora de la Licenciataria en Historia e investigadora de la UACJ recopila los sucesos que han pasado desde tiempos remotos hasta los actuales, con ayuda de personas que han vivido ahí y han sido testigos de los cambios que han marcado a la ciudad entera. Este libro, además de contar la evolución de una zona urbana, nos da conocer cómo eran sus pobladores originales, las fuerzas políticas independentistas y las revueltas revolucionarios que pasaron por San Lorenzo. El trabajo de Araceli ahonda en la vida cotidiana de los habitantes en torno al templo, para que conozcamos sus pulsaciones y verdades ocultas. Desde la microhistoria, se nos narran hechos en voz de quienes se animaron a revelar su biografía. Hay eventos notables para toda la región, pero también figuran los pequeños cambios que, a la postre, aumentaron de escala, como la producción de vino en la ley seca (contrabando hacia tierras americanas) y la llegada de Emiliano Zapata para la guerra. Quienes se encargan de relatarnos la mayoría de los hechos dentro del texto son la familia Martínez, ya que ha vivido en esa zona desde los inicios del siglo XX.

Los testimonios están ligados al espacio que les dio origen y cauce; así ocurre con el relato sobre la construcción de la iglesia, las operaciones de un populoso salón de fiestas o la: Relación del viaje que hizo Nicolás de Lafora a los presidios internos situados en la frontera de la América septentrional en 1777. Araceli Arceo guía a sus lectores; nos brinda una sólida perspectiva para vislumbrar el cambio en el paisaje que nos rodea. El templo y santuario, del que don José (personaje que destaca dentro del libro) cuenta que su padre fue uno de los trabajadores quienes la construyeron, sigue en pie y en funciones. El inmueble es el mejor retrato de la pervivencia de los vecinos en relación con la materialidad de sus creencias y espiritualidad. Además del santuario, el parque que se ubica justo en frente aún sigue siendo un lugar de solaz. San Lorenzo, tanto el templo como el libro en cuestión, sirven de tronco al árbol genealógico de familias y generaciones que han visitado (incluso en peregrinación) o que se han avecindado en las inmediaciones de la zona.

El nombre de San Lorenzo nos es común a los habitantes de Juárez, ya sea por la iglesia, por ser patrono de la Ciudad, la calle que corre frente al santuario o, incluso, la plaza comercial. La obra reseñada explica qué había en esa zona tan transitada: desde terregales hasta plantaciones forestales. La prosa del libro traza el camino hacia los tiempos en que los misioneros franciscanos pisaron estas tierras, hacia la gente que optó por ocupar la tierra antes de ser nombrada San Lorenzo, e incluso hacia los esclavos que estuvieron ahí. La investigadora comparte también sus fuentes, no solo las refiere: textos antiguos transcritos (ahora digitalizados) que resguardan la historia y el reconocimiento dado a una zona habitada en distintos tiempos.

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Jessica Nayeli Talavera Ibarra

Micromentario: la memoria también se pierde en los pasillos del olvido

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I

En el 2005 publiqué Don Rómulo Escobar: artículos y ensayos, 1896-1946. Incluí los 30 artículos de las “Memorias de Paso del Norte”. Eran breves textos que don Rómulo envió al Boletín de la Sociedad Chihuahuense de Estudios Históricos en los años 1939 a 1946.

II

Las Memorias de Rómulo son nostalgias concisas (no exentas de humor ranchero), anécdotas en serie: historias familiares (el padre como figura patriótica), descripciones de los hombres de antes (que eran los absolutamente honestos), relatos de las diversiones pueblerinas y de aquella antigua economía basada en el cambalache agrícola. El narrador de estas crónicas es un científico desplazado por las invenciones instantáneas de la modernidad: desea ignorar las nuevas calles, los nuevos nombres, olvidar a los jóvenes que no honran con su existencia el sagrado ayer. Y, sin embargo, leyéndolo, uno tiene una impresión de primera mano de lo que fueron los paseños-juarense del siglo XIX, los que se auxiliaron del Río Bravo para crear una economía de frutos estacionales: personajes sencillos que vivieron momentos de estoicismo circunstancial: hambrunas, guerras (contra los apaches), pobreza agraria y una ecología a merced de climas extremos. Paso a reseñar algunas de las crónicas / memorias de don Rómulo.

III

(1) “Mano Güero”. La primera crónica (publicada en abril de 1939) trata sobre un indígena local, popular por su pasado guerrero contra los apaches. Al niño Rómulo le vendió un escudo (por un poco de vino) y muchos años después, el joven Rómulo conversó brevemente con él. Luego, para el Rómulo anciano fue un recuerdo entrañable. (2) La crónica “Don Pablo Federico” traza la figura del “alcalde de aguas”, personaje patriarcal [palabra del agrícola siglo XIX] respetado, que sabía de la justa distribución del agua para los sembradíos y que aparecía donde era más requerido: ahí estaba pacificando disputas de labradores, realizando vigilancias nocturnas o crepusculares. Don Rómulo lo recuerda como parte mimética del paisaje: su figura la podía ver “a la hora en que salta el lucero, cuando canta sus murmullos el agua que pasa por nuestras acequias, cuando se llena la tabla y se abren las sangrías para regar la siguiente, cuando se está cuidando a los rebalses sin más ruido en el aire que el del agua que pasa, el de los perros que cuidan y el de los gallos que saludan al nuevo día”. Don Pablo es la omnipresencia que supo preservar la armonía entre ciclos ecológicos y vidas humanas (leve dibujo poético de un anciano que recuerda una vivencia infantil).

IV

(3) “La cueva del ermitaño” trata de un misterioso personaje que vivía en el Cerro Bola, era italiano, vivía del auxilio de los piadosos lugareños. Redactó un cuaderno de memorias que “estaban escritas con pésima clase de plumas, con las peores clases de tintas y creo que hasta pedazos de carbón y almagre”. El cuaderno se perdió en la “vieja casona” de la familia Escobar. Un día, el hombre se marchó y fue muerto a manos de los apaches (en su travesía hacia San Antonio, Texas). Rómulo se pregunta: “¿Cuánto habría sufrido en la vida para llegar a la cima de la tristeza y de la misantropía un hombre que no era un hombre inculto sino más bien un desgraciado?” (4) “Los Uranga” muestra personajes temerarios que tenían el negocio de las diligencias Paso del Norte a Chihuahua: “Desde que se divisaba en el camino la polvareda que venía haciendo el coche, salía la gente de sus casas para presenciar la llegada. Las mulas sudadas y trabajadas, los pasajeros empolvados y con caras de dicha y en el pescante el cochero y el sota, símbolos de valor y de la habilidad que habían traído a los viajeros a feliz término”. Don Rómulo escribió también de otros miembros de la reciedumbre ranchera: los canoeros Acosta (que tenían unas plataformas para cruzar carretas por el Río Bravo); el Coronel Joaquín Terrazas, que derrotó a los apaches y del que Rómulo narra una anécdota: el día en que un conductor de tren le exigió un boleto para un familiar que lo acompañaba: “si en aquellos momentos había un tren que recorriera aquellas vastas llanuras, era debido nada menos que a aquel hombre a quien se le cobraba un pasaje de un niño”.

V

También escribió de los sacerdotes conservadores. El cura Borrajo que prefirió destruir los badajos de las campanas que prestárselos a los constitucionalistas. El cura Ortiz del que narra lo siguiente: “Cuando la guerra con los norteamericanos al liberarse la primera batalla con el coronel Doniphan en Temascalitos (cerca de Las Cruces, Nuevo México), el cura Ortiz andaba socorriendo a los heridos y confesando a los moribundos. De pronto, un grupo de soldados americanos se dirige hacia él. El manso Cura tiró el crucifijo que llevaba, tomó el fusil de uno de los heridos y parapetándose tras el cuerpo de un caballo muerto, comenzó a disparar contra los invasores”. En las crónicas de Don Rómulo no hay odio, escribe de los Curas con el gusto que otorga el indulto personal de rencillas pretéritas entre liberales y conservadores.

VI

Son pocas las crónicas dedicadas a los eventos sociales, enumero: (a) La creación del Teatro local gracias a la afición operística de don Espiridión Provencio. (b) Las Ferias a las que acudían gentes de toda la región para vender sus productos agrícolas y asistir al circo y jugar carreras y “chuzas” (bolos), comer “orejones”, matar liebres a garrotazos (evento que[ describe don Rómulo con un gusto particular) y otras diversiones que, anota melancólicamente, “al recordarlas me parece que la sociedad sencilla y unida de aquellos tiempos ha cambiado mucho; que aquellas costumbres de pueblo chico, aislado por desiertos, eran mejores que las que nos han traído los ferrocarriles; que las gentes de aquellos tiempos eran mejores”. Su juicio ético es sobre todo una demarcación sentimental, un dictado de identidad y pertenencia.

VII

La última crónica de don Rómulo Escobar, “La chuza” (noviembre de 1946) no abandona el tono festivo (estamos ante un escritor consumado), pero ya resulta incapaz de abandonar el tono de caducidad generacional. Lo cierto es que don Rómulo fue un autor prolijo, publicó enciclopedias de agronomía, infinidad de artículos sobre agricultura y cultura ranchera, y escribió de 1896 a 1936 una serie de ensayos que tituló Eslabonazos (editados luego en un libro con el mismo nombre). Esperó tres años para volver a escribir y lo hizo recreando sus Memorias que se convirtieron en las únicas crónicas escritas por un juarense anclado en el siglo XIX.

José Manuel García-García (NMSU)

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Paseo por el barrio de los dioses

Tláloc, deidad de la lluvia, es uno de los dioses más antiguos de Mesoamérica. Su nombre deriva de las palabras en náhuatl “tlalli”, que significa “tierra”, y “octli”, que quiere decir “néctar”; es decir, “el néctar de la tierra”. Los pueblos del México antiguo lo idolatraban para que fortaleciera las nubes y dejara caer la lluvia sobre sus tierras y cosechas. Se cree que su origen viene desde la fundación de Teotihuacan, debido a que se encontraron vestigios del dios de las lluvias en figuras y estatuillas, además de un templo en su honor. Los antiguos pobladores de esta zona mesoamericana realizaban oraciones y sacrificios para que enviara a uno de sus hijos o ayudantes, llamados Tlaloques, a derramar su vasija llena de agua sobre sus tierras; asimismo, dedicaban estas ceremonias para mantener contenta a la divinidad y que fuera misericordioso y no dejara caer tormentas o granizo sobre sus pueblos. Por lo general, los templos dedicados a honrarlo se encuentran en lo más alto de las pirámides o montañas; tal es el caso del Templo Mayor de Tenochtitlan, ubicado al lado del de Huitzilopochtli, dios de la guerra. Podemos encontrar adoratorios dedicados a él en el monte Tláloc, en Uxmal, así como en la Pirámide de Teopanzolco, en Cuernavaca.

En el Códice Aubin (1576), un texto que trata de sobre la fundación de México-Tenochtitlan, se dice que Tláloc fue uno de los dioses que ayudó a los aztecas a encontrar el sitio donde edificaron la gran ciudad. Por otra parte, Leyendas del agua en México (2006), de Andrés González Pagés, recopila diferentes relatos sobre los distintos dioses del agua; a continuación, me detengo en: “El Tlalocan, o Paraíso de Tláloc”. Este relato nos describe el hogar de Tláloc, un lugar lleno de maravillas, donde habitan todos aquellos fallecidos a causa de un rayo, ahogamiento, o por una enfermedad que produjera heridas o ampollas con líquido. Sitio, además, donde todos gozan de felicidad, cuidando de una hermosa y extensa cosecha; a la vez que practican el juego de la pelota o la serpiente de agua. El orden se rompe cuando un guerrero, destinado a ir con Quetzalcóatl, muere ahogado por salvar a una mujer. El dios de la vida quiso intervenir, pero Tláloc no le permitió llevarse al hombre, ya que podría alterar el orden del universo. Al principio, el guerrero se sentía triste y decepcionado pero luego, al ver el recibimiento por parte de sus compañeros, comenzó a sentirse feliz de estar ahí. En el relato se muestra a un dios misericordioso y preocupado por el bienestar de todos sus seguidores.

La calle que lleva por nombre Tláloc se encuentra dentro del fraccionamiento Del Real, entre las avenidas Morelia y Montes Urales (mejor conocida como Jilotepec). Dentro de esa misma colonia, hay otras calles con odónimos de dioses o personajes prehispánicos como Cacamatzin, Popocatépetl, Tonatzin, Ixcóatl, Amozoc, entre otros. Desconozco el motivo o el tiempo que tiene la Tláloc llamándose así la calle; incluso pregunté a un vecino sin tener éxito, pero me parece una excelente idea que muchas de estas calles sean nombradas siguiendo esta relación temática. Por encontrarse cerca de la Panamericana, una de las avenidas más transitadas de nuestra frontera, se puede escuchar el bullicio de los automóviles que por ahí transitan. Por último, quiero agregar que a una cuadra de la Tláloc, en la Cacamatzin, existe un buen lugar de tacos para comer tacos.

Karla Nayeli Jurado Sandoval.

De misión a presidio y del polvo a la pólvora

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Un grupo nutrido de escritores y periodistas ofrecen en Crónica del desierto: Ciudad Juárez de 1659 a 1970 una aproximación a la evolución sufrida por el territorio norte de Chihuahua, desde la antigua misión franciscana al establecimiento de la identidad fronteriza que permanece en la actualidad. Aunque la publicación de Raúl Flores Simental, Efrén Gutiérrez Roa y Oscar Martín Vázquez Reyes fue auspiciada por el ITESM campus Juárez y la UACJ, el contenido del texto está lejos del confinamiento bibliotecario que representa un escrito especializado (aunque sí la adquisición material del libro… es inconseguible). Por el contrario, su alcance apela al mayor número de lectores posible, por lo que este blog ofrece el documento de manera íntegra. El recuento histórico establece una distancia considerable entre el receptor y el lenguaje académico. En un intento por aligerar el contenido para una audiencia más general, el texto se ve auxiliado por un resumen de trescientas palabras, aproximadamente una por cada año de historia cubierto en el libro. De igual manera, cuadros entresacados con datos de interés y citas de textos históricos otorgarán conocimiento al lector que solo se acerque con una hojeada. También con el objetivo de ser más explícitos en cuanto a la geografía, son incluidas ilustraciones de la ubicación de las misiones (jesuitas y franciscanas), de los primeros habitantes y los mercados, al igual que la división territorial contemporánea.

Imperaba la ignorancia sobre el norte de la Nueva España; cuanto más aumentaba esa carencia de saber, de manera proporcional se ensanchaba el caudal de misterios y leyendas sobre ese desolado territorio. Lejos de la ruta principal que nacía en la capital novohispana, los sumas, mansos y jumanos habitaban lo que se convertiría en una de las más importantes puertas septentrionales del virreinato. Impulsados al descubrimiento de ciudades ficticias, hechas de oro puro, según sus informantes, la expedición que habría de concluir en lo que hoy es Socorro, Texas, fue dirigida por Juan de Oñate. Al conquistador zacatecano le siguieron los franciscanos, orden cuyo interés social y religioso dio origen a un desarrollo considerable en la región. La misión de Nuestra Señora de Guadalupe de los Mansos del Paso del Norte, acompañada de un presidio (decenios más tarde) para mantener el orden, actuó principalmente como conexión a Santa Fe. Los siglos no le cayeron bien al asentamiento; población moderada y recursos a cuentagotas deterioraron el mantenimiento de las misiones. La violencia consumió el territorio y se temió más a los moradores originarios que al expansionismo del vecino. Así lo escriben los autores: “La inseguridad en el norte del país era tan grave que, a mediados del siglo XIX, los pobladores temían más a una ataque de los bien armados indios que a la guerra con Estados Unidos, porque los primeros contaban con armas de fuego que los hacían temibles.” Traficantes anglosajones de armas y edificios gubernamentales desatendidos adornaron el paisaje. El Paso del Norte se encaminó al periodo de reforma bajo una economía extremadamente frágil y dependiente de extranjeros.

Sin duda, los cronistas cumplen con sintetizar, de manera efectiva, decenas de años y responder en la medida de lo posible a la constante cuestión del hombre del norte en cuanto a su entorno. Si hay algo que ha de cautivar al lector de este conjunto de crónicas es la paradójica dualidad de los inmensos cambios que ha experimentado Ciudad Juárez, acompasado de la drástico alteración en la huella urbana y sus actividades económicas. De los cinco mil habitantes en tiempos de colonia a millones en la actualidad. De pequeños mercados con escasos productos a uno de los principales establecimientos de la industria maquiladora. El espacio juarense como punto de reunión de viajeros de norte a sur o viceversa. La evolución es evidente, sin embargo, salta a la vista el establecimiento de relaciones a través del tiempo. Entre los edificios apropiados en 2009 (ahora abandonados) por el ejército mexicano al terminar la cruzada contra el narco, existe contacto con las unidades de caballería ligera que, al decaer el sistema de presidios, empezaron a robar. Los traficantes de armas provenientes de Estados Unidos que abastecían a los apaches se asemejan al polémico operativo “Rápido y Furioso” que armó a cárteles mexicanos. Y principalmente el miedo de un pueblo que abandona el temor de una guerra en contra de agentes extranjeros y se sumerge en un conflicto bélico con sus propios habitantes. Pero no todo es malo… Aún se llega rápido a Santa Fe desde el norponiente de la ciudad.

Eduardo Andrés Juárez Estrada

Las Meninas de Velázquez y El Cristo de Unamuno en Ciudad Juárez

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, mejor conocido como Diego Velázquez, nació en Sevilla en 1599 y murió en Madrid en 1660. Fue un pintor barroco español y es considerado uno de los más grandes artistas, no solo de España sino de todo el mundo. A los once años, Diego ingresó en el taller del pintor sevillano Francisco Pacheco, siendo este su primer maestro por un periodo de seis años e iniciando así su carrera artística. Sus primeras pinturas van desde la iconografía religiosa hasta escenas costumbristas. En 1623 fue llamado por el conde-duque de Olivares a la capital para retratar al rey Felipe IV; trabajo que lo convirtió en pintor de la corte, donde los encargos iban desde retratar a la familia real hasta pintar escenas bélicas de la historia de España.

Uno de sus últimos cuadros, y su obra más importante, es La familia de Felipe IV o Las Meninas (1656), donde se retrata a la infanta Margarita de Austria rodeada de sus sirvientes, además de otros personajes, así como el autorretrato del mismo pintor. Actualmente, los cuadros de Velázquez, que integran la colección real, son conservados por el Museo del Prado en Madrid.

Han sido diversos los homenajes que otros artistas le han hecho a Velázquez, no solo de otros pintores a los que ha influido, sino también de escritores. El escritor español Miguel de Unamuno (1864-1936) publicó en 1920 un poema titulado El Cristo de Velázquez ,a partir de la pintura Cristo crucificado (1632), un cuadro cargado de un alto contenido religioso, emocional y espiritual; la cual fue encontrada inicialmente en el convento de las Bernardas Recoletas del Santísimo Sacramento de Madrid y, en 1960, adquirida por el Museo del Prado, donde se encuentra hoy en día. El poema de Unamuno está cargado de carácter religioso y se compone de 2540 versos endecasílabos blancos, dividido en ochenta y nueve secciones, agrupadas en cuatro partes. Está escrito en segunda persona, de manera que se aprecia, durante las tres primeras partes, cómo el poeta contempla de arriba abajo el cuadro de Velázquez para hablar constantemente de las cualidades o partes físicas de Cristo, además de imágenes simbólicas y episodios bíblicos; la última parte, “Oración final”, concluye con la muerte de Cristo, su promesa de resurrección y las ansias de vida eterna del poeta. No existe una continuidad estricta entre las secciones en las que se estructura el poema, por lo que se puede considerar a cada sección como poemas independientes que juntos conforman una composición mayor. El Cristo de Velázquez, de Unamuno, es considerado el más grande poema religioso de España desde el siglo XV.

La calle Diego Velázquez se encuentra ubicada en el fraccionamiento Parajes del sol, en Ciudad Juárez. Esta calle cruza con otras cuyos nombres son también de artistas españoles como la Damián Forment, un escultor de la época renacentista, la Bartolomé de Murillo y la Salvador Dalí, par de importantes pintores, aunque el primero del periodo Barroco y el segundo del vanguardismo. Al encontrarse en medio de un fraccionamiento, esta arteria está rodeada principalmente por los establecimientos contiguos: una pizzería, una ferretería, tiendas de conveniencia, la Escuela Secundaria Federal número 16 (que está al final de la calle), y los dos parques que recorre: el José Juárez, otro pintor igualmente del Barroco, pero nacido durante Virreinato de la Nueva España, y el Bartolomé de Murillo.

Como se indicó anteriormente, la calle de Velázquez se encuentra en armonía con las que la acompañan, pues la mayoría llevan el nombre de pintores, casi todos españoles. Este sector de la ciudad guarda la memoria de algunos grandes pintores y les rinde tributo como un conjunto, pues estos artistas marcaron pauta en la historia del arte, y resulta justo que sus nombres descansen en las placas de las calles, donde automovilistas, peatones y habitantes puedan interesarse por sus obras, si es que no las conocen.

 Mayra Fabiola Mendoza Muñiz

Adobe en la piel

“Oda a las presencias” (“Ode to in dwellings”) es una composición escrita por Pat Mora dentro del poemario Odas de adobe (2000). La escritora nació en El Paso, Texas en 1942. En 1963 recibió su título de licenciatura en el Texas Western College y cuatro años después obtuvo la maestría en UTEP. A lo largo de su trayectoria artística, ha hecho hincapié en mostrar las aristas, tanto positivas como negativas, de la inmigración en la frontera Mexicoamericana, así como en la preservación de la cultura hispana en un contexto anglófono. Odas de adobe se encuentra antologado dentro del libro Entre líneas IV. Esta compilación reúne los poemarios ganadores, así como las menciones honoríficas, de un prestigioso premio, es decir, el Concurso Binacional Fronterizo Frontera-Ford, que, en su cuarta edición, fue avalado por la calidad de los jurados: Vicente Quirarte y Diana Rebolledo. El ejemplar, bajo el cuidado editorial de Enrique Cortazar, se divide en dos categorías: poesía (Poesía Pellicer-Frost) y pintura (Siqueiros-Pollock); a su vez, estas categorías se subdividen en otro par de secciones: ganadores de México y los de Estados Unidos. Las piezas líricas de Pat Mora obtuvieron el primer lugar del lado norteamericano.

La oda es una composición poética caracterizada por un tono elevado y por tratar temas heroicos, filosóficos (de corte horaciano), religiosos y amorosos; su extensión y métrica es variable. La “Oda a las presencias” de la poeta paseña concentra en su líneas, con un ritmo regular, dosis de intimidad al momento de hablar sobre su familia. El poema se compone por una sola estrofa, con una tirada de 67 versos libres (sin rimas consonantes), los cuales no tienen una métrica recurrente; hay algunos de siete, once y cuatro silabas. Una constante singular en la composición, y en sí en todo el poemario, es la mención del “adobe” y el “lodo” como elementos recurrentes, dignos o inspiradores de canto.

¿Qué tiene de especial un simple objeto de construcción, material para levantar viviendas. La relativa facilidad para usar adobe, un ladrillo sin cocer, compuesto por barro y paja, moldeado según la forma necesaria y secado al sol, lo volvió la materia prima predilecta en el norte de México y suroeste de Estados Unidos. Resido en Ciudad Juárez, una urbe que poco a poco ha ido creciendo y actualizándose, una ciudad que siempre ha estado presente dentro la historia de México, pero que ha sufrido cambios repentinos en su dirección, por lo que resulta complicado trazar su historia o evolución a partir de su arquitectura. Pensemos, por ejemplo, en la entrada de las maquilas en la década de 1960. De ahí que las construcciones que aún hoy se sostienen por adobes (sobre todo en el primer cuadro de la ciudad y sus colonias aledañas) sean tan llamativas, por lo que incluso uno de los museos más importante de la localidad, la Casa de Adobe (antes casa gris), lleve esta masa de barro a título e identidad.

Mientras indagaba en la vida de la escritora, me di cuenta de que desciende de una familia mexicana que emigró a los Estados Unidos durante la Revolución Mexicana; por lo tanto, Pat Mora siempre ha estado familiarizada con la cultura del cruce transfronterizo. He pasado muchas veces frente a estos edificios; he visitado en varias ocasiones la Casa de adobe; los años en la escuela nos van generando consciencia sobre la importancia del patrimonio tangible en nuestra historia, pero nunca me había dado cuenta de la relevancia e impacto que tienen las materias primas de la región en el crecimiento personal; me refiero a que nuestros antepasados habitaron entre estos inmuebles; incluso hay familias que levantaron sus hogares con sus propias manos; los adobes los vieron forjarse como seres de la frontera norte y nosotros somos el reflejo de ese crecimiento. Recuerdo que mi abuelo me contaba que vivió en una casa de adobe que se encontraba por Anapra-Altavista; así que hasta ahora, leyendo los versos de Pat Mora, me doy cuenta de los lazos tendidos con estas edificaciones. “Oda a las presencias” nos pone a pensar y cuestionarnos sobre nuestros orígenes y el de nuestras familias, las vacilaciones y aspectos determinantes en cada biografía.

Karla Nayeli Jurado Sandoval

Subí al campanario para ondear la bandera del recuerdo

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I

A los 60 años, Raúl Flores Simental (1953) publicó su primer libro: Crónicas del siglo pasado, Ciudad Juárez, su vida y su gente (UACJ). Es una obra que gira en torno a una triple convicción: a) Todo tiempo pasado es (literariamente) mejor; b) Todo lo contemporáneo es (literalmente) un fastidio; y c) Todo lo marginal (del Ayer) subsiste y resiste al Caos del nuevo milenio. Simental comenzó a publicar sus crónicas en El Fronterizo, en 1983. Su primer texto se titula: “La revendedora” (incluido en Crónicas), acerca de una mujer que compra tortillas y las vende en el Mercado Juárez. Ella es ciega y no cuenta el dinero que recibe: confía en todos. Es también símbolo de la orfandad social y la codependencia para sobrevivir. Si tales significados son demostrables, entonces las crónicas de Simental trascenderán localismos, como textos alegóricos. Simental será nuestro Georges Perec sociologizado, alquimista que convierte lo Infraordinario en Imaginario Colectivo.

II

A los 30 años, Simental creó una Voz Narrativa dedicada a rememorar el pasado y fiscalizar el presente. Si a los “Tiempos Idos” se los llevó el apocalipsis, queda el almacén de anécdotas dichas en tono de Abuelo memorioso, gracioso y regañón. Esa Voz Narrativa podría llamarse Don Retro. Lo que importa es su Expresión, su Estilo: claridad, brevedad, humor, elocuencia y empatía. ¿Cómo es Juárez para el cronista? En “De la Morfín a la Jilotepec” dice: esta es una ciudad que al crecer reduce sus distancias. En “Chaparrita y pretenciosa” anota: todo comercio cabe en una calle sabiéndolo acomodar, “así, en tan solo una cuadra, el paseante puede satisfacer su hambre, corregir su miopía, dulcificar su espíritu, arreglar sus líos con la justicia, reparar su Olivetti, desponchar su auto, hacerse un retrato al óleo o embellecerse”. En “Oculta Belleza” la ciudad es la personificación de lo feo: “chaparrona, polvorienta, plantada en el desierto y con un clima difícil de aguantar”, pero la gente llega y se queda, se va quedando (concluye). En “Primavera y otoño”, nos recuerda el cronista, el ecosistema es también caprichoso: se empeña en modificar sus ciclos estacionales: “la primavera entra cuando le da su gana, el invierno se despide a la hora en que se le ocurre, el verano se prolonga varios meses y el otoño parece haber desaparecido”. Y en “Capirotada”, la amada Ciudad es un escaparate kitsch: Gobierno y burguesía han creado calles que permanecen en un estado permanente de re-destrucción, los edificios mueren sin ser terminados, el centro es un cúmulo de ruinas y monigotes que pretenden ser estatuas. Pese a ello, Simental vuelve a repetirnos: “la belleza de esta Ciudad es tan profunda y espiritual que aguanta eso y más”. Su esencia (la memoria colectiva) perdura entre las construcciones mileniard desechables: yo te saludo ciudad en permanente obra negra.

III

A la Ciudad de Don Retro, la habitan dos tipos de personajes: los del siglo pasado y los del nuevo milenio. O mejor: los tradicionalistas y los egoístas (cf. “Les vale”). Los tradicionalistas tratan bien a los marginados (cf. “Doña Lupe”), ayudan a presos, indígenas, migrantes, locos, ancianos y un largo etcétera (que incluye a perros callejeros). Los egoístas, por su parte, levantan horrores arquitectónicos, destruyen costumbres solidarias y acaban con los recursos sencillos y prácticos de una ciudad con eternas carencias. Los tradicionalistas aman la cocina popular; los egoístas comen chatarra (se agringan, se complican, se tecnifican para estar a la moda).

IV

¿Quiénes son los marginados de Juárez? Los hombres que vendían gelatinas por las calles (“De a veinte y cincuenta”); las mujeres que iban a inyectar al enfermo hasta su casa (“Jeringa y sonrisa”); las mujeres que cruzaban al El Paso para trabajar de criadas (“Fieles pasajeras”); los tríos de rancheros que iban de cantina en cantina ofreciendo una canción (“Con el viento a favor”). Esa inmensa mayoría que aparece vendiendo paletas los veranos, banderitas en septiembre, tamales y flores en noviembre, buñuelos en diciembre; esos que aparecen y desaparecen sincronizados a las estaciones y las costumbres sociales, gobernados por un “Calendario exacto” (para usar el título de la crónica).

V

El lado extremo de la pobreza: los bebitos de las que venden mercancía en puentes y avenidas. En “Y ahí seguirán”, el cronista los describe así: permaneces calladitos, inmóviles todo el día en las espaldas de sus madres que se dedican a vender baratijas por el centro y los puentes de la ciudad. Los funcionarios del Juárez Nuevo, por su parte, los quieren desterrar porque “afean a las calles y ahuyentan el turismo”. Y se valen de la fuerza represiva: “desde ese mundito silencioso y cálido, los niñitos no entienden el porqué de los gases, empujones y mentadas” de la policía. Ellos reciben los golpes destinados a sus madres y miran asombrados el nuevo mundo, ese que los saluda con el puñetazo de la modernidad.

VI

Más allá de la pobreza económica, viven los socialmente muertos: los locos, esos que vagan por las calles de Juárez. En “Loco amor”, el cronista recuerda a “la Camelia” una mujer que solía vagar por las calles de Juaritos; la vemos en el momento en que su novio se suicida, tirándose a las ruedas del tren: un drama que es parte de los mitos juarenses. En “Hijos de nadie”, los locos “aparecen un día en cualquier calle o en cualquier esquina. Pueden ir arrastrando una cobija o un bote; pueden llevar un costal a cuestas o usar tres abrigos, uno encima de otro”. Los tantos locos de la ciudad, como el que subía a los postes para saludar a los viandantes, o el que escribía mensajes ilegibles en las paredes, o el que se creía un auto veloz y corría por las calles del Pasado. Los seres que ahora son solo material de la literatura fronteriza: mitos urbanos.

VII

En las crónicas de Flores Simental, hay una buena dosis de divertimentos literarios; están (por ejemplo) los cantineros que “cuenta charras”, los expertos en “relatos fantasiosos, en anécdotas increíbles” y que tiene un público predispuestos a la carcajada fácil (cf. “Igual”). También figuran los Mitómanos de Juanga: “Por lo menos quinientos nativos de estas tierras son amigos de la hermana; otros cuatro mil conocieron alguna vez a la famosa Meche; cerca de un cuarto de millón de fronterizos lo oyeron cantar en el Noa Noa; unos cuantos –cerca de 400– conocen el lugar donde se mete cuando está de visita en esta ciudad; más de dos mil señoras platican frecuentemente con él y cerca de 86 mil juarenses reciben eventualmente una llamada suya desde donde se encuentre”. Los Mitómanos de Juanga son únicos: son nada más la ciudad entera inventando “charras” sobre su Divo cantautor.

VIII

Adriana Candia anota en su “Prólogo” que las crónicas de Flores Simental son nostálgicas y lúdicas, y que reivindican al ser social marginal. Señala que las 127 composiciones sirven de “homenaje a nuestra forma de vivir”; son una expresión de amor por Juárez. De acuerdo: gracias a su estilo, el cronista logra transmitirnos empatía por ciertos juarenses (el Ayer es Sublime, el Ahora es Caos y Amnesia). Solo la Memoria de los Infraordinarios (a la manera Perec) ondean la bandera de la nostalgia (y así resisten). §

José Manuel García-García

jmgarcia@nmsu.edu

El Paso – Juárez – Berlín

En 2015, la sensación literaria en Estados Unidos y, por ende, en gran parte del mundo editorial, fue una escritora que llevaba más de una década muerta. Preparada por Stephen Emerson y con un prólogo de Lydia Davis, la antología Manual para mujeres de la limpieza le dio el reconocimiento masivo que Lucia Berlin solo había alcanzado en vida por un reducido círculo de personas.

Lucia fue, como la describe su hijo Jeff Berlin en el prólogo a la autobiografía Bienvenida a casa, una estadounidense única. Entre sus hogares se encuentran Alaska, Montana, Idaho, Santiago, Albuquerque, Nueva York, Puerto Vallarta, Oaxaca, California y El Paso. Además, fue de todo: maestra de escritura creativa, enfermera, telefonista, mujer de la limpieza. También hija, madre, tres veces esposa, hermana y una escritora excepcional. Aunque ganó el American Book Award en 1991, la autora fue uno de los secretos mejores guardados de la literatura americana, hasta que Manual para mujeres de la limpieza la puso en el sitio correcto: una de las mejores cuentistas de aquel país.

 Berlin vivió en El Paso junto a su madre, su hermana y sus abuelos cuando su padre partió a servir en la Marina en la década de los cuarenta. Según recuerda la autora en Bienvenida a casa, su autobiografía inconclusa, El Paso resultó un lugar menos agradable que sus residencias anteriores, con un aire denso y el cielo descolorido, tal como lo recuerda durante su infancia.

Muchos años antes de que la boga fuera la autoficción, Berlin comenzó a escribir cuentos que tomaban su vida misma y las anécdotas más variopintas para transformarlas y convertirlas en piezas literarias de alta factura. Este género la llevó a escribir cuentos sórdidos que incluso llegaron a molestar a sus hijos; por ejemplo, en el que se describen las horas antes de que las licorerías abrieran, pues Lucia fue alcohólica durante algunos años. De acuerdo con declaraciones de la autora, algunos de sus hijos y su sobrina Andrea Chirinos (coreógrafa mexicana), en diferentes artículos, la gran mayoría de su producción se basa en sus propias experiencias, aunque siempre mezcladas con elementos ficticios, personajes diferentes o situaciones alteradas.

Entre los 43 relatos Manual para mujeres de la limpieza se encuentra “Dentelladas de tigre”, en el cual se cuenta la historia de una mujer embaraza y con un niño de brazos, quien llega a El Paso para celebrar navidad con su familia, pero es convencida por su prima de practicarse un aborto en Ciudad Juárez y así tener un problema menos en su vida. El relato, cuya principal acción ocurre en el lado mexicano, permite ver la mirada que Lucia tenía tanto de la frontera como de México. En una de las cartas incluidas en Bienvenida a Casa, Berlin manifiesta su peculiar percepción sobre este país, en particular Oaxaca: “toda la gente que conocimos tenía una belleza (sin sentimentalismos de mi parte) y dignidad (no un falso orgullo) que nadie aquí tiene. Pero me resulta ajeno: la dignidad de los estadounidenses no tiene nada que ver con el nacionalismo, la familia, la tradición, la religión, etc.: es verdaderamente personal y moral”. En “Dentelladas de tigre”, las protagonistas cruzan la línea para hospedarse en un hotel y, mientras la narradora del cuento se realiza el aborto en una clínica clandestina, Bella Lynn, la prima, cuida de Ben, el bebé de brazos.

En el prólogo de Manual…, Lydia Davis comenta que la escritura de Berlin está anclada con la experimentación de los sentidos. En el cuento aludido, esto se demuestra al describir la entrada de los personajes a Juárez: “Llegamos al puente y al olor a México. Humo, guindilla, cervezas. Claveles, velas, queroseno. Naranjas y orines (…) Campanas de iglesia, música ranchera, bebop, mambo. Villancicos de las tiendas para los turistas. Ruidosos tubos de escape, bocinas, soldados estadounidenses borrachos de Fort Bliss”. La mirada de Lucia no deja de tener esas observaciones de turista americana, centrada no en la ciudad como un espectro completo, sino pensada como una línea recta hecha para visitantes.

            Luego de tomar un auto que la lleva a las afueras de la ciudad (no se explica ni a dónde ni hacia qué dirección, pero el viaje es de casi una hora, según lo narrado), la protagonista del cuento llega a la clínica donde le realizarán el procedimiento y nota a una veintena de mujeres esperando ser atendidas, “todas estadounidenses”. Ahí la narradora comienza a reflexionar sobre su aborto, dándose cuenta de que ella no quiere hacerlo, sino que la presión de su prima la orilló a esa decisión. Después de discutir con el médico encargado del lugar, le explican que de todos modos debe quedarse, porque no hay quien la regrese a la ciudad hasta que sea de día.  Este relato, en primera persona, demuestra otro de los rasgos característicos de la narrativa de Berlin según Davis: un desapego clínico aprendido de sus dos maestros, Chejov y William Carlos Williams. La objetividad con la que la autora escribe permite ver los hechos, siempre narrados desde el yo, con una frialdad médica que elimina cualquier objeción moral, pero deja intactos los sentimientos y los sentidos. Sus cuentos logran un efecto importante: no juzgan pero abrazan.

            En otro de los textos titulado “Carmen”, a la protagonista, una mujer embarazada, la manda su esposo en avión a El Paso para que cruce a Juárez para contrabandear heroína. De nuevo, al cruzar la frontera, los sentidos toman por asalto a la narradora: “Crucé el puente. Todavía estaba contenta solo con el olor a leña quemada y caliche, el tufillo de azufre de la fundición”. Luego de recorrer parte de la ciudad, la mujer llega a un edificio en el cual le entregan la mercancía. Hace la transacción y cuando regresa a su casa, “apestando a Juárez”, el esposo, adicto, la golpea al recibir menos droga de la esperada. Mientras el esposo comienza a probar la sustancia, la protagonista inicia su labor de parto y termina solitaria en un hospital.

Al ser Lucia una extranjera que escribe sobre esta zona, que solo conoció como ciudad vecina de El Paso, podríamos incluir, al menos, ese par de cuentos, junto a la literatura de Roberto Bolaño y otros textos similares, en la llamada literatura “juárica” (término acuñado por Ricardo Vigueras). No obstante, Berlin logra escapar de esta taxonomía gracias a su sutileza. Vigueras nombra lo “juárico” desde dos condiciones: que sea un extranjero hablando sobre Juárez y que se haga desde la idea del mito de la ciudad. Por ejemplo, Oswaldo Zavala se refiere a 2666 como “la articulación de una narrativa mitificante que se inscribe en un horizonte de significación sin historia”. Resulta fácil dejarse llevar por el mito, la ciudad del crimen, la más violenta del mundo, ya que en gran medida la cobertura (mediática y literaria) que ha tenido la ciudad la hacen un monstruo de una sola cara, aunque jamás se muestra el cuerpo completo.

Aquella comparación que hizo Bolaño entre Juárez y el infierno es perfectamente aplicable a lo que sucede en los dos cuentos de Lucia Berlin. En ambos, las mujeres caminan rumbo al averno, que casualmente queda en la frontera. La diferencia radica en que, mientras que algunos dibujan un infierno grande y general, Lucia nos muestra lo personal que puede ser el tártaro norteño. Estos cuentos fueron escritos décadas antes de que Juárez representara la insignia universal del horror; sin embargo, cabe destacar que desde mediados del siglo XX esta urbe se instaló como la sucursal mexicana de la “ciudad del pecado”. Por ello, la autora no se adelanta, sino que muestra lo que Juárez siempre ha sido. Vigueras considera que su mitificación comenzó hasta los noventa, aunque otros, por ejemplo, Juan de Dios Olivas, han escrito y descrito la época de bonanza en Juárez como un mito en sí. Ambos son mitos, sí, pero diferentes. Berlin escribe sobre el segundo.

Al final de “Dentelladas de tigre” la protagonista celebra navidad con su familia mientras espera a su segundo bebé; a la par, sus tíos arreglan todo para cruzar a Juárez y regalar cosas a los menos afortunados. Aunque los cuentos de Berlin parezcan despolitizados, en ese pequeño y superfluo detalle, se muestra la necesidad de quienes viven en el primer mundo de salvar a sus vecinos: los hombres regalan juguetes en navidad mientras que en nochebuena una decena de mujeres abortan en ese mismo sitio, un patio trasero que hay que regar de vez en cuando. Lucia se aleja de la sangre, de las asesinadas (dejó de escribir antes de que cobraran la relevancia que tienen hoy en día), de lo fácil que puede ser el horror que a la fecha se ha vuelto cotidiano. En cambio nos enseña el infierno personal, pues incluso cuando en alguna parte del cuento desaparece una mujer de la clínica no parece un problema de la ciudad, sino una pérdida personal de la narradora-personaje.

Berlin, con ese desapego clínico, con un mínimo de elementos, acciones limitadas, un lenguaje simple pero contundente y bello, nos regala varios cuentos de gran altura y, lo más importante, la mirada de una mujer peculiar sobre nuestra ciudad.

César Iván Graciano

Always say thank you: Trini

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UNA NOVELA CHICANA DE LA PASEÑA ESTELA PORTILLO TRAMBLEY

Hasta el día 3 de agosto de 2019, El Paso, Texas era conocido por ser una de las ciudades más seguras de los Estados Unidos de América. El tiroteo, sucedido en una tienda familiar, en Walmart, dejó alrededor de veinte muertos y más de cuarenta heridos. El asesino tenía como objetivo acabar con la vida de la mayor cantidad de hispanos posible, sin importar si nacieron en territorio estadounidense o venía del otro lado del Bravo. Desde su separación de México, El Paso ha sido una ciudad mayormente poblada por inmigrantes mexicanos.

Oriunda de El Paso, Estela Portillo Trambley fue la primera autora chicana en publicar un libro que contenía y exponía su propia obra literaria. Era hija de una pareja de mexicanos que se conoció en El Paso. Él era un mecánico originario de Jalisco; y ella, una maestra de piano nacida en el estado de Chihuahua, experta en historias detectivescas. Aunque en su hogar siempre se habló en español, Estela prefirió escribir en inglés gran parte de su escritura creativa, entre estas su novela Trini, publicada en 1986, misma que narra la historia de vida de Trini, una indígena rarámuri que crece en las barrancas de la Sierra Tarahumara y, con el tiempo, se ve obligada a trabajar como empleada doméstica, sin papeles, en los Estados Unidos, para reunir suficiente dinero y comprar su propia tierra. Ella tiene la ambición de sembrar las semillas de su padre. Es posible encontrar una copia de este libro en la Universidad de Texas en El Paso, y sus manuscritos pueden consultarse en la colección Nettie Lee Benson de la Universidad de Texas en Austin, numerosas hojas escritas a máquina sin muchas correcciones.

Los escenarios de la novela no son estáticos. Además de las barrancas en la serranía, Trini se desarrolla en Ciudad Juárez y El Paso, donde tiene lugar el cruce ilegal de la protagonista. En este momento de la historia, Trini se encuentra indecisa y temerosa. Acaba de confesarle a Tonio, con quien tiene una pequeña hija, que se ha embarazado de otro hombre, Sabochi, durante su ausencia. A pesar de eso, Tonio permanecerá a su lado con la promesa de que, después de trabajar un tiempo como bracero en California, regresará para ayudarla a comprar la propiedad que desea. Se despedirán en el Puente Internacional; él se llevará a la niña, y Trini caminará de regreso por la Avenida Juárez pensando en que el dinero que ambos reúnan será para la tierra y sólo para la tierra. Han acordado que ella trabajará en El Paso mientras él regresa, antes de que su embarazo se lo impida. Una vez que cruce, Trini se esfuerza arduamente a la orden de su patrona, la gringa, trapeando pisos, planchando ropa, bañando y alimentando a los niños, al tiempo que le preguntan los nombres de las cosas en español. Un día, la gringa le explica con gestos que a causa del avanzado embarazo no puede seguir trabajando en su casa. Le paga por sus servicios, le regala dos bolsas de mercado llenas de ropa y la deja en el Puente Santa Fe (el mismo por donde entró), donde le indica, también con señas, que sólo tiene que caminar para cruzar.

El Puente Internacional Paso del Norte (también llamado Santa Fe) conserva el nombre que reunió alguna vez a las ciudades hermanas de Juárez y El Paso, antes de la revolución de Texas y la consecuente cesión de territorios mexicanos nuestros vecinos. Si bien en el pasado era posible cruzar a voluntad, poco a poco se fueron endureciendo las políticas de ingreso. Se diseñaron nuevos órdenes sociales para proteger los intereses de los estadounidenses y los oficiales de migración –la border patrol– comenzaron a vigilar movimientos, actitudes y apariencias, implantando en los cuerpos y mentes de las personas una relación de poder. Los inmigrantes indocumentados no son bienvenidos. En los discursos oficiales nunca se reconocen las contribuciones de su trabajo, ocupados, como Toni, en cosechar los campos gigantescos de California, también llamada Oaxacalifornia, debido a la gran cantidad de indígenas oaxaqueños que viven en ella. Todavía es común que, con discreción, los estadounidenses contraten personas mexicanas para cuidar a sus familiares o limpiar sus casas, al igual que Trini. Cuando las personas hacen algo por uno, se acostumbra decir “Gracias”, pero eso crearía lazos y fortalecería unas relaciones que Estados Unidos cree no necesitar.

Crédito de fotografía: José Luis González

María Rascón

Un obituario celebra nuestro horror ante la muerte

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I

Mario Lugo. Empezar a morir (plaquette, 1995). La muerte, el suicido, la soledad acompañada, la miseria (in)feliz, la “pareja ideal” en la etapa de la decrepitud biológica. Lugo: experto en la reconstrucción de los Últimos Días, en la condescendencia hacia la agonía ajena (pensada como propia). Empezar a morir es una noveleta hiper-breve (27 capítulos cortos) donde el tema es un prolongado memento mori, una vaga reflexión de lo efímero que es la vida, de la decrepitud y la prolongada agonía (que cobardemente llamamos “la tercera edad”).

II

Manuel y Carmen. Carmen y Manuel, dos personajes en las cercanías de la muerte. En el primer capítulo, Lugo nos adelanta el final: ella muere de un ataque cardiaco; Manuel, tiempo después, se suicida ahorcándose (muere “con dignidad”, afirma el narrador). A partir del desenlace, los subsiguientes capítulos son un inventario de los últimos momentos de la enamorada pareja. Una reconstrucción que es documental de una depresión que es descripción cursi. Manuel y Carmen. Carmen y Manuel, sin el suicidio del viudo, sus vidas serían literariamente infraordinarias. La auto-eutanasia fue la escalera de Jacob hacia la trascendencia humana o, al menos, a su literaturización (que en medio de la pobreza, ya es ganancia).

III

Manuel es un personaje simple: anciano que trabaja, que se desvive por la esposa enferma, que logra reflexionar sencilleces en su jardín de fantasía (las flores ocultan su miseria espantosa). A ratos se dedica al inventario de su patio: chácharas, objetos acumulados, insectos simbólicos (“la araña pasea sobre el vacío. Como equilibrista que pisa sobre el aire en un despliegue de magia”), el calor del sol, el silencio. Carmen (por su parte) limpia la casa, le ofrece el cafecito matinal a su amado esposo (rito feliz: “Te sale muy bien, Carmen. Ella preguntaba: ¿Quieres más?”) Carmen recordando a su hijo Feliciano que lo mataron cerca de su casa (“no encontró puerta abierta”).

IV

Manuel y Carmen, durmiendo juntos (“cada apareamiento se convirtió en una señal de lejanía. Por eso al terminar se daban la espalda”). Carmen soñando (a sus años) con otro viejo amor. Manuel (a sus años) anclado en la melancolía al ver a su esposa dormida, desnuda (“la visión de un pubis pobre en pelambre y una hendidura descompuesta en una raya mal trazada, interrumpida por los labios vaginales ligeramente pálidos” que contrastaba con un recuerdo: “la visión de ese plácido lugar alguna vez excitante y delicioso… donde chupó tantas veces las ansias, frescas entonces”). Carmen y las premoniciones de su muerte: encontró sobre la cómoda la figurita de porcelana que había perdido años atrás, encontró en el colchón la última carta de su hijo, y encontró también el banquito de su (verdadero amor) Bernardino. Y días después, sufrió la caída, supo del sabor del barro de su piso recién lavado y del dolor en el pecho y del último latido de su corazón. La muerte le llegó llenándola de imágenes del pasado, fragmentos huyendo del gran almacén de los recuerdos. Luego, el vacío, la mueca senil de la muerte. La nada.

V

Empezar a morir: noveleta para alimentar la depresión, ese gris estado donde todo es mayúsculo, doloroso y recursivo. La idea seduce, pero no convence: lo sublime nace de las anécdotas de lo humilde, lo inmóvil, lo grave ante los pasos de la muerte, el resignado vivir cotidiano que es la antesala del Fin. Empezar a morir es (sobre todo) un breve y deprimente obituario. §

José Manuel García-García

(NMSU)

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